En el ambiente semidesértico de cactus, gobernadoras y mezquites, el noreste de Durango cobija al Pueblo Mágico de Mapimí, ubicado junto a la Sierra de la Bufa o la India; fue fundado en 1598 para la extracción de plata, oro, cobre y otros minerales. Por esos tiempos, hace poco más de 400 años, el Jesuita Servando de Ojuelos y otros españoles, descubrieron a pocos km una gran veta de plata que creó un emporio de riqueza minera, y que en tributo lleva su nombre: Ojuela. Desde entonces se aprovecharan 13 minas en la región, donde durante décadas hubo prosperidad y esplendor, y hacia el año 1870, frente a la mina principal se instaló una colonia de mineros, operadores, ingenieros y administradores de la compañía: así nació el pueblo de Ojuela.
Mapimí es el primer Pueblo Mágico de Durango y hoy en día se ha convertido en un lugar turístico que es valioso conocer por su historia de más de 400 años y por su gente hospitalaria. Pertenece al "Camino Real de Tierra Adentro" en la lista de la UNESCO desde el 2010. Esto se debe a las maravillas naturales e históricas con las que cuenta el municipio situado en Durango; atractivos con el rango de zonas turísticas que esperan a viajeros de todas partes del mundo.
Mina de Mapimí
En 1893 la compañía minera Peñoles tomó posesión de las
minas de Ojuela, que están a 10 kilómetros al sureste de Mapimí. Esa compañía,
señala la fuente documental, construyó al interior de la mina otro puente
colgante de 60 pies de largo; sin embargo, al suspenderse las
actividades mineras la infraestructura fue retirada y lo único que se
conservó, por iniciativa de la población y de la compañía minera, es el colosal
Puente Colgante de Ojuela.
Esta mina tiene 450 kilómetros de túneles y se constituyó en
su momento, en el crisol del pueblo. Allí se extraían cobre, plata y oro y hoy
atesora, raros y fascinantes minerales. Quienes recorren el lugar, reciben la
orientación de un guía especializado, quien usa una lámpara de aceite para
recorrer los oscuros túneles. Al final del recorrido se puede observar a una
mula momificada y varias de las herramientas que se utilizaban en esa mina,
hace siglos.
Ojuela, hoy por hoy, es un pueblo fantasma que impresiona
por su soledad y su ambiente silencioso. Esta pequeña comunidad llegó a tener
tres mil moradores y contaba con su teatro, iglesia, casino y sistema de agua
potable. Se localiza en lo más alto de un cerro, junto al puente colgante. Una
vez que las minas se inundaron, fue abandonado definitivamente. Para quienes
gusten de fotografiar lugares misteriosos y notables, Ojuela es una oportunidad
irresistible.
En este mismo sentido, el mencionado Puente de Ojuela,
también es algo que no se puede dejar de lado en una exploración de esta zona
de Mapimí. Tiene 318 metros de largo por dos de ancho y se levanta sobre una
hondura de 110 metros. Se ha instalado una tirolesa a un costado del puente
para así lanzarse por sobre la cañada en una experiencia única para los
turistas extremos.
Considerado una maravilla de la ingeniería y único en su
tipo en América Latina, el puente colgante de Ojuela es una obra monumental de
su tiempo, que mide 318 m de largo y está sobre una cañada de 110 m de
profundidad.
Ojuela, el pueblo fantasma
Este pueblo fantasma hoy exhibe restos de paredes y
cimentos, pero en su momento inició una nueva etapa en la vida minera: se tornó
famoso y atrajo a mucha gente en busca de fortuna, y hasta era mencionado en
corridos, poemas y leyendas. Había gran producción y los gambusinos que aun subsisten,
antaño compartían el auge con los mineros y daban gran movimiento al poblado
que en el panorama regional era considerado "Lugar de Bonanza". En tiempos
recientes, a principios de este siglo XXI, su nombre ha rebasado las fronteras,
se ha conviertido en atracción turística y todavía produce variados minerales
como Aragonita, Calcita, Ágata, Macronita, Iranday, y otros.
En la cima del cerro, Ojuela luce abandonado junto al puente
colgante, aunque llegó a tener más de 3,000 habitantes que contaban con energía
eléctrica, salón de baile, tienda, iglesia, escuela, agua potable, y vivían con
comodidades. Para mediados siglo del pasado ya sólo quedaban pocos cientos de
pobladores, por la pobreza de las vetas e inundación de varios niveles de la
mina. Medio siglo después, de estas construcciones de adobe y piedra, sólo
quedan ruinas donde el viento murmura sobre añejas ambiciones y riquezas
extintas; su tranquilidad sólo es perturbada por las chicharras, ha
desaparecido el ruido de las máquinas, los gritos y silvidos que hacían eco en
cañadas y cerros aledaños, todo permanece como testigo intemporal de un tesoro
extinguido.
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